Por David Hidalgo

Los movimientos culturales, los géneros o hasta un simple artículo, no nacen de forma espontánea, no se crean a partir de la nada, sino que surgen de un proceso largo, como cualquier creación propiamente dicha. Y como tal, toda creación no está exenta de debate, de crítica, de polémica. En muchas ocasiones, las mal llamadas polémicas literarias, consisten lamentablemente en la descalificación del otro, bien porque lo que plantea un escritor respecto a una serie de ideas sobre la ficción no gustan a alguien, bien porque el texto que se plantea no se entiende de principio a fin. Es incluso posible que, en contadas ocasiones, el autor de turno busque adrede la polémica para crear expectación o hacerse publicidad. En cualquier caso el mundo literario es un hervidero de polémicas y debates, críticas mordaces y crueles que circulan a veces como chismorreos y rumores escurriéndose entre los mismos escritores. Una cosa debemos admitir, dentro de la literatura hispana la rumorología alrededor de los autores es algo que gusta, son esos detalles que parecen animar y amenizar la historia de la literatura, casi como un toque picante en una receta un poco sosa.

De esta forma son célebres algunas polémicas literarias como las rencillas entre Gabriel García Márquez y Vargas Llosa, o los supuestos —no seré yo quien juzgue si los rumores son fundamentados o no— coqueteos con el plagio por parte de Camilo José Cela, o incluso el continuo rifirrafe entre Quevedo y Góngora. Tanto es el gusto por el debate y la crítica entre escritores que el propio Mariano José de Larra, el gran articulista de la literatura española, lo plasmó en un divertido texto titulado justamente así, “La polémica literaria” (1833). El problema de estas discusiones y críticas, muchas veces envenenadas por la envidia, es que ocasionalmente se volvían en contra de uno. El ejemplo de Leopoldo Alas creo que es el más esclarecedor a este respecto. Durante años, firmando siempre bajo el pseudónimo de Clarín, fue un mordaz crítico literario cuyas críticas punzantes, crueles y devastadoras le hicieron famoso en Europa y parte de América, sus reseñas eran publicadas en numerosas revistas de la época y temidas por cada escritor que publicaba un nuevo texto. Llegó el momento en que Clarín dio a conocer al mundo su obra maestra, La Regenta (1884-85), y como era de esperar, todos aquellos autores heridos de muerte por sus críticas, no tuvieron misericordia a la hora de intentar destrozar la novela del asturiano. En cualquier caso, Clarín supo reponerse y todavía hoy La Regenta sigue considerándose una de las más grandes novelas naturalistas de la literatura española.

Los debates literarios, por otro lado y aunque puedan llegar a costar las amistades, son en muchas ocasiones los que generan la formación de un determinado movimiento cultural, ya sea porque se están discutiendo una serie de ideas o porque se está conformando una suerte de manifiesto. Es el caso que nos ocupa, posiblemente uno de los menos conocidos en la historia de la literatura pero sin duda realmente importante, además de una historia de amistad truncada por las desavenencias y las diferentes opiniones sobre un mismo tema. Corría el año 1895 cuando un joven H. G. Wells publicaba una reseña de la pieza teatral Guy Domville de uno de sus ídolos literarios, Henry James. La obra teatral resultó ser un auténtico fracaso y en consecuencia, James quedó hundido y apesadumbrado, renunciando a convertirse en dramaturgo. Pero la falta de éxito poco importó al joven Wells —en aquel momento Wells contaba con poco más de veintinueve años frente a los casi cincuenta y tres que tenía Henry James, la brecha generacional era más que evidente—, su reseña encumbraba a James como un autor consolidado y habilidoso con la pluma, enérgico y lleno de sentimiento en sus personajes. James sintió curiosidad por este joven desconocido que lo ensalzaba de tal manera y poco a poco comenzaron a cartearse. Las cartas forjaron lentamente una amistad que duraría veinte años.

El debate comenzó alrededor de la primera década del siglo XX. Wells despertó en James un sentimiento casi paterno y en muchas ocasiones, cuando se veían para tomar té, discutían afablemente sobre nuevas formas de ficción, sobre teorías estéticas o sobre el autor de moda en el Londres de la época. De esta forma James intentaba tutelar a Wells y en ocasiones se enojaba al no entender por qué, según su forma de pensar, Wells perdía el tiempo escribiendo novelas como La isla del Doctor Mureau (1896), El hombre invisible (1897) o La guerra de los mundos (1898). Henry James defendía a ultranza la mente observadora del escritor, que sólo debía registrar e interpretar aquello que le rodeaba. Llegó a escribir un interesante ensayo publicado en el Times, titulado “The Younger Generation” (1914). En este texto, James ejemplifica la desvinculación del método con la materia en los textos de Wells, algo que al propio Wells no le sentó nada bien y simbolizó el principio del fin de la relación entre ambos literatos. En sus cartas personales, Wells habla de James en esta época como “viejo” o “traidor”, criticando profundamente las principales ideas de James sobre su defensa del objeto estético puro, entendiendo la novela como fin.

H. G. Wells por su parte defendía el alcance ilimitado de la novela como agresiva: estaba convencido que el desarrollo narrativo de los años siguientes le darían la razón. Defendía esa agresividad de la novela en las leyes que la regían, los dogmas sociales o la ideología que podía verterse en los textos. Wells finalmente escribe sus ideas acerca de la ficción literaria en una publicación en 1915, sin mencionar directamente a James, pero como él mismo se lamentaría años después, con ciertas malas maneras. En síntesis Wells se declaraba partidario de la inmediatez, apoyando la novela como medio. De esta forma nacía en estos mismos momentos y bajo estos preceptos un nuevo sentido narrativo, un nuevo género: la ciencia ficción. Todo ello unido a los nuevos tiempos en los que comenzaba a masificarse una demanda de ficción, una necesidad de consumo rápido de narraciones, lo que dio paso a lo que se ha conocido como literatura pulp: revistas populares de papel de mala calidad, vendidas extremadamente baratas, con relatos que oscilaban entre la ciencia ficción y el horror más clásico.

La muerte de Henry James al año siguiente, en 1916, hizo imposible la reconciliación, algo de lo que Wells, según sus biógrafos, siempre lamentó. Una discusión, la de estos dos autores, que pese a quedarse parcialmente en las sombras, fue uno de los más grandes impulsos narrativos del siglo XX.