Por David Hidalgo

Pocos autores han llegado a compararse en la historia de la literatura con la genialidad de Edgar Allan Poe. La similitud a veces coincide en la temática, en el estilo e incluso en la cadencia de su prosa, como en ocasiones se ha señalado de Julio Cortázar; pero en el caso de Quiroga, que hoy por hoy resulta en ocasiones un desconocido para el lector medio, es una comparación de oficio y calidad, y me explico. Oficio por el sentimiento que ambos autores, salvando las distancias, sostenían sobre la “bendita manía de contar” que diría García Márquez, o lo que es lo mismo, la forma en la que se identificaban como cuentistas.
Porque ya no existen cuentistas como ellos, no existen autores entregados a la laboriosa tarea de plasmar su imaginario fundamentalmente en narraciones breves —claro que existen escritores de relatos, pero compaginan su producción literaria con la novela o el ensayo—. Horacio Quiroga pertenecía a una antigua raza de escritores que vivían por y para los cuentos. Tanto fue así que incluso el propio Quiroga compuso su —hoy célebre— “Decálogo del perfecto cuentista”, una suerte de mandamientos para llegar a la perfección escribiendo cuentos.


Nacido en Uruguay en 1878, Quiroga se alzó pronto con el título de maestro cuentista hispanoamericano gracias a su ojo observador y su capacidad de fundir en su narrativa sus principales obsesiones —la muerte, las enfermedades, el sufrimiento— con la naturaleza en general y la visión humana en particular. Y es que Quiroga, que en vida le persiguió la tragedia —los suicidios de su padre, su padrastro o su primera esposa son algunos ejemplos que lo atormentaron—, supo añadir las dosis justas de ese dolor a su literatura. Son esas mismas dosis las que alimentan los cuentos de Quiroga de lo que he querido llamar “los invisibles” en referencia a la tragedia anunciada que no se ve, el sufrimiento oculto, la agonía velada.

Cuando se habla de Horacio Quiroga quizá uno de sus cuentos más conocidos sea “El almohadón de plumas”. Lo que narra en este relato de matices macabros, naturalista, reflejo del transcurso horrible de una enfermedad, es justamente la desesperación, la frustración de no hallar cura a un sufrimiento constante. Una pareja de recién casados comienza su vida en una pequeña casa de campo donde pronto la joven muchacha cae enferma. Los médicos no entienden la razón de la enfermedad ni la de su extrema debilidad. Día tras día, la joven se va consumiendo entre fiebres y alucinaciones, siempre postrada en la cama. Tras un final agónico, la muchacha muere. Al recoger la habitación de la fallecida notan que su almohada pesa más de lo que debería. Cuando abren el cojín, lo que encuentran les deja sin aliento: un parásito común en las aves, presente en las plumas del almohadón, que se ha ido alimentando de la sangre de la muchacha, succionándole poco a poco la vida hasta convertirse en el monstruoso ser que es ahora.

La maravilla de este cuento es posiblemente su brevedad —poco más de 1200 palabras—, y cómo a partir de la síntesis narrativa logra plasmar la extrañeza, lo siniestro, la impotencia y finalmente el horror, en ese orden. Una lectura más que recomendada para encontrar la narrativa de los invisibles en la pluma de Quiroga, justamente en el dolor y sufrimiento de aquello que trae la muerte de forma irremediable pero que el ojo no ve.

Publicado dentro de Cuentos de amor de locura y de muerte (1917), “El almohadón de plumas” aparece apenas a los dos años del suicidio de su primera mujer, por lo que el conjunto narrativo cobra mayor sentido para el lector con este dato.
Pero los cuentos de Quiroga no se quedan ahí. Me gustaría destacar dentro de esta narrativa de los invisibles el tremendo relato, fuerte, sobrecogedor, angustiante, que supone “El hombre artificial” (1910). Noventa y dos años después de la publicación de «Frankenstein o el moderno Prometeo» (M. Shelley, 1818), Quiroga se adentra en la exploración de la frontera entre su habitual horror naturalista y la ciencia ficción de su época. Gran conocedor de autores como H. G. Wells, Horacio Quiroga consigue aunar en “El hombre artificial” la curiosidad científica y la maldad humana. En este relato, los invisibles no son sólo el sufrimiento y el dolor —presentes en todo momento— sino también el propio hombre, un vagabundo, un invisible a ojos de la sociedad, aquella sociedad urbanita que tanto detestaba Quiroga y que aquí parece quedar retratada. No le desvelo más sobre esta obra, le invito a su lectura, a la lectura de todo Quiroga. La noche es un buen momento para leerlo, pero tenga cuidado sobre qué almohada reposa.