Por Pompeyo Pérez Díaz

Tal vez se sienta aludido por el título. Lo siento, pero es una de las frases que más detesto. “A mí la música me relaja”, aunque a menudo la sentencia en cuestión es algo más específica: “A mí la música clásica me relaja”. Imagine por un momento que alguien le dijera que le gustan los museos porque ver tantas telas pintadas con colores le relaja. Estoy seguro de que no quedaría muy impresionado ante tamaña afirmación y de que, como mínimo, albergaría ciertas dudas sobre el bagaje intelectual de su interlocutor. Imagine que alguien afirmara que lee porque, básicamente, así se relaja. ¿Entiende a lo que me refiero? Sin embargo, cuando alguien afirma alegremente cosas como “Mozart sirve para relajarse” (sí, un profesor universitario me lo comentó hace poco y no parecía bajo los efectos de algún narcótico) o “detesto a Ligeti porque me pone nervioso, me impide relajarme” (cita también real) su consideración pública no parece quedar en entredicho pese a las inquietantes implicaciones que laten bajo semejantes frases. La escalofriante simplicidad que entrañan debería, al menos, resultar sospechosa y alarmantemente reveladora.

Seguramente ya le ha quedado claro. De lo que tratan estas líneas es de la domesticación del arte. De la trivialización de momentos de belleza generados por la búsqueda artística. Y sí, por supuesto que un fragmento musical, o incluso una pieza entera, puede provocar una sensación relajante, puede provocarla a menudo o en alguna ocasión concreta; del mismo modo también podemos encontrar obras musicales que nos sugieran desafío intelectual, sensualidad, melancolía, intensidad, rabia, drama, alegría, dolor, placer y tantas otras cosas, si bien no se suelen oír aseveraciones del tipo “la música despierta mi instinto erótico, sobre todo Mozart” o “Ligeti me hace oscilar intensamente entre el placer y la melancolía, que es justo lo que busco en la música”. El autor de comentarios de tal índole sería percibido como un peligroso excéntrico en cualquier círculo social convencional.

Sucede que la música concebida como conducta creativa -ya sea en su composición, en su ejecución o en su recepción sensible-, supone potencialmente un desafío a cualquier forma de uniformidad, rutina y convencionalismo a la hora de expresar una actitud vital. No es algo exclusivo, claro, ocurre lo mismo con otras facetas artísticas, de ahí que hablara en el párrafo anterior de la domesticación del arte en general, pero creo que en el caso de la música este fenómeno resulta especialmente significativo. Existe un público concreto que asiste a la representación en un momento dado, y de este modo su influencia como grupo parece –y seguramente es- mayor.

Tal realidad no debería ser un problema, pese a todo, si no se convirtiera en el factor dominante a la hora de marcar el camino de la actividad musical. Un público espiritualmente burgués, de naturaleza acomodaticia y, en general, no demasiado ilustrado y poco amigo de cualquier sofisticación artística o vital, demanda una música presentada de tal modo que no perturbe su momento de encuentro social, que no sacuda emociones o cuestione certezas, que en su intensidad o en su crudeza no sugiera que hay otras maneras posibles de afrontar la cotidianidad, pues en tal caso ya no sería relajante.

La búsqueda de los ya mencionados momentos de belleza, de imposibles instantes detenidos supone, citando a Breton, acorralar a la bestia loca del uso, y exige el manejo de la imaginación frente a lo rutinario, de la fascinación y del deseo de seducción frente a la vulgaridad a la que a menudo se ven abocados unos valores excesivamente estables. Toda búsqueda, y la creación siempre lo es, puede ser una forma de rebeldía, una manera de convertir cualquier acto habitual en una forma de expresión personal. Se trata, en el fondo, de una afirmación de libertad, de libertad de elegir la manera de conocer y de expresarse, de la clase de libertad a la que alude Albert Camus en En el hombre rebelde: «Sin ella no se puede realizar nada digno. Sin ella perdemos la justicia futura y la belleza pasada.»

Un excesivo deseo de acomodación a lo que el público cree que son sus gustos –se trata de un mecanismo sociológicamente complejo y a menudo tampoco tiene ocasión de conocer otra cosa- supone la renuncia a la mayoría, por no decir a todas las cuestiones descritas –y a dicha renuncia se han entregado a conciencia muchos programadores e intérpretes durante el último siglo, créame-. Por otro lado si, como oyente, usted se empeña en seguir buscando que la música le relaje se equivoca de medio, hay formas infinitamente más efectivas de conseguirlo, y al tiempo se está hurtando la posibilidad de pensamientos y de sensaciones que pueden llenar de insospechados matices numerosos momentos vitales. Hágame caso, no trivialice la música y no se trivialice a sí mismo. Ponga sus certezas en cuestión y disfrute del vértigo.