en América Latina

Por Graciela Franco

Con dos géneros literarios podemos recorrer los laberintos y complejidades de América Latina: la novela fundacional, que Doris Sommer define como aquella sobre la cual se instituye un estado-nación latinoamericano y la novela testimonial, que es aquella que le da la palabra a los testigos de las injusticias y la barbarie que pocas veces se deja ver en las narraciones fundacionales decimonónicas. Las novelas fundacionales están caracterizadas por un ánimo nacionalista que, sin embargo, no perdió el compás del devenir literario europeo. Tal vez porque estaban mirando las jóvenes identidades latinoamericanas desde la óptica del Romanticismo y con algunos tintes de Realismo. Así convivieron novelas idílicas, como María, de Jorge Isaacs, tal vez la más destacada en su tipo, con otras de crudo realismo como Memorias de un sargento de milicias, del brasileño Manuel Antonio de Almeida.

Al despuntar el siglo XX, con la mayoría de nuestras jóvenes repúblicas cumpliendo su primer centenario, la literatura latinoamericana tomó dos caminos, según resalta Pedro Henríquez Ureña: “uno en el que se persiguen sólo fines puramente artísticos; otro en que los fines en perspectiva son sociales” (Henríquez Ureña, Pedro (2001). Las corrientes literarias en la América Hispánica. México: Fondo de Cultura Económica. p. 189). Este último camino, el que persigue fines sociales, se lo propongan o no, es el que toman las llamadas narrativas testimoniales latinoamericanas. Un género híbrido como nuestras culturas, nuestra historia y nuestras raíces. Un género que se mueve entre lo ficcional y lo testimonial, que es el primero de los debates que suscita entre críticos literarios, historiadores y políticos cuando se habla de esta literatura, que es comprometida por definición. Otros debates, hilando más fino, son los de la voz que narra, si es legítima, si las víctimas tienen voz o si hay un testigo que narra por ellas. Se anticipa a ello y advierte Primo Levi, en su Trilogía de Auschwitz, que él no es víctima porque no vio a la Gorgona de frente, porque puede hablar, que los que estuvieron en el Lager (nunca traduce del alemán la palabra para referirse al infernal campo de exterminio de los nazis) y vieron la Gorgona de frente, no volvieron vivos, o volvieron pero, como en el mito, quedaron petrificados y no pueden hablar. No es el de Primo Levi un testimonio latinoamericano, pero sí es la voz de un partisano italiano y judío, cuyo testimonio se hermana con las voces de las novelas testimoniales que subyacen como gritos antecesores a los que en estos días se escuchan fuerte en las plazas y calles de nuestras naciones latinoamericanas.

Como ahora, esas narrativas testimoniales nos demuestran que los discursos grandilocuentes de nación, hoy convertidos en indicadores de crecimiento y desarrollo, no nos hablan de la realidad que cuentan las voces de un cimarrón en Cuba, una humilde mujer de las minas de Bolivia o una indígena en Guatemala, como sí lo hacen las célebres novelas testimoniales Biografía de un cimarrón, de Miguel Barnet; Si me permiten hablar. Testimonio de Domitila, de Moema Viezzer; y Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia, de Elizabeth Burgos. En palabras de Ángel Rama, son obras “cuyo valor no está solamente en lo literario, sino en lo que testimonian del proceso de la América Latina”. Ahora, en medio de tantos interrogantes por lo que somos y lo que hemos sido, por lo que debemos empezar a construir y re-construir, es un buen momento para rescatarlas.